Mi abuelita me decía que no anduviera de "machetona", que qué era eso de andar de vaga acampando en el bosque o andar paseando con amigos. Me decía que tenía que verme "decentita", con el cabello chinito y de preferencia con vestido (ella nunca usó pantalones en su vida). Cuando me veía con vestido decía: Vaya, ¡hasta que te veo bonita, arregladita!
También me daba consejos para sazonar la comida, para desmanchar telas, para cuidar las plantas. Ella creció en un pueblito de la huasteca hidalguense, pero cuando era joven se fue a estudiar a la Ciudad de México, algo relacionado con la cocina.
Mi abuelo decía que se casó con ella "porque sabía de química y cocinaba rico". Se refería a que mi abuela sabía usar las plantas para curar y para cocinar (y tenía razón, eso es química completamente!) Y claro que cocinaba rico, con los sabores de allá, todo fresco y desde cero. Hacía piltamales y tamalitos de xala, tabletas de chocolate molido a mano, mole, queso en salsa (mi favorito!!), frutas de horno (son galletas de canela muy suavecitas), frijolitos negros súper caldosos, dulce de calabaza. Y hacía pastes, los tradicionales de Pachuca, durante muchos años tuvo un local de pastes que aún mucha gente recuerda.
Cuando no estaba en la cocina, estaba en la ventana viendo a las ardillas del patio. Se emocionaba muchísimo de verlas comer las cáscaras de verdura y los pedazos de fruta y migajas que les dejaba.
Su matrimonio fue muy distinto a como yo imagino el mío. Mi abuelo era un personaje muy divertido y poético, pero era machista, como todos los de su época. Le gritaba para que le trajera el desayuno, le hablaba de lado, no se dirigía a ella directamente. No sé cómo hayan sido de jóvenes. Pero ya casados perdieron a dos hijos (uno muy joven y otro ya de grande) en circunstancias muy trágicas. Nunca vi a mi abuelita llorando ni hablando de eso, llevaba el luto estricto y se volvió más reservada, a veces más dura en sus comentarios y en su trato. Tenía nociones clasistas y racistas ya muy arraigadas. Trataba con desprecio y dureza a las personas que le ayudaban.
Unos días antes de que muriera, escuché a mi abuelita rezando, pidiendo que yo encontrara una pareja y que me casara. Ella no conoció a mi novio, no sabía que estaba muy cerca de suceder. Aunque yo no soy religiosa, me gustaría que supiera que lo encontré, que estoy feliz y emocionada. Y agradecerle ese rezo. Me gustaría que supiera que agradezco toda la sabiduría que me heredaron ella y todas las mujeres que vienen atrás. Que sé que probablemente soy la primera en esa línea larguísima de mujeres que tiene el lujo de ser tan rebelde como lo estoy siendo yo, de tomar decisiones, de apapacharme, de tener tiempo para mí, de dejar que mi voz se escuche, de redefinir qué significa ser mujer y cómo quiero vivirlo. La primera que puede disfrutar del espacio y del tiempo para sanar heridas antiquísimas que se han transmitido de una generación a otra y que vienen acompañadas de un montón de sabiduría porque en algún momento sirvieron para sobrevivir y para protegernos, para darnos espacio para ser mujeres en tiempos durísimos.
Me gustaría que supiera que aunque voy a seguir de machetona, aunque no voy a encargarme solita de la cocina y de la limpieza, aunque voy a usar pantalones y no voy a casarme por la iglesia, hay muchas cosas que le aprendí sin que me las dijera, como el amor a la naturaleza y a los animales, la alegría de cocinar algo para la gente querida y reunir a la familia, la risa abierta, el amor al poner la ofrenda de día de muertos con una velita con el nombre de cada persona (más de 50!) y sus platillos favoritos, la confianza en las plantas y en las hierbas para curar, el cariño para elegir cada ingrediente, el amor por las frutas y un montón de recuerdos de cuando la visitábamos en el verano en su casa de la huasteca, mirarla cuidar a sus gallinas, sus puercos, sus vacas y sus gansos, mirarla pasear por el jardín llenísimo de plantas, una selva entera en el patio! Y recibir de sus manos un burrito: una tortilla recién hecha, rellena de queso fresco, apretujada hasta que la masa tierna se fundía con el relleno, aún ardiendo.
¡Gracias, Doña Armi! Te recuerdo y me acompañas siempre.